domingo, 10 de julio de 2011

Anatomía del hincha chileno / Por Marcelo Simonetti



Es un hombre grande. Cuando menos 40 ó 45 años. Y, sin embargo, sentado en la banca de una plaza de San Juan, llora. Llora como un niño. No ha fallecido su padre ni ha sorprendido a su mujer en los brazos de otro. Tampoco le han quebrado una pierna ni se ha quemado la cara. Sin pudor alguno, confiesa que le han robado la camiseta que Jean Beausejour, el seleccionado nacional, le regaló. Por eso llora.

Vista la escena y empujado a hacer un análisis casi instantáneo, uno podría convenir dos cosas: o que el hincha patrio es un sentimental o, como diría mi abuela (una machista furibunda), es niñita.

Quizá lo más juicioso sería decir que ni lo uno ni lo otro y que, como ocurre en esos casos de personalidad compleja, detrás de ese hombre que llora la pérdida de la camiseta de su ídolo, detrás del hincha chileno, en definitiva, hay una historia larga que incluye fracasos estrepitosos, traiciones, engaños y desengaños, al margen de una que otra felicidad esporádica.

Si lo que dice el escritor español Javier Marías es cierto, eso de que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia, podemos plantear que el fanático, el hombre corazón de pelota, es un niño que cada siete días se saca el disfraz de adulto para volver a ser el que siempre ha sido. Y en ese plan habría que apuntar que hay niños más felices que otros y, también, niños con más traumas que otros.

Llevado al diván, el hincha chileno debería confesar más de un trauma de infancia.

El primero de ellos tiene una fecha más o menos precisa: junio de 1982. En esos días, el hincha nacional gozaba de una ingenuidad única. Y así como en el país hacían nata los predicadores que cautivaban a las masas (recuerde nada más a Yiye Avila o a Yamilé), en el fútbol había uno que de haber querido vendernos la Luna y Marte en cómodas cuotas mensuales lo hubiera hecho. Ese era Luis Santibáñez, el seleccionador nacional, quien nos convenció de que el equipo chileno era el mejor de América y, por extensión, uno de los mejores del mundo. Chile fue a España y regresó humillado. El rey del área chica desperdició un penal en el debut. Al superhombre que teníamos en el arco, mitad humano, mitad gato, los alemanes le hicieron cuatro goles. El hincha chileno había vivido engañado. La Roja perdió todos los partidos.

El segundo trauma comienza en septiembre de 1989 y es más profundo. Hubo una bengala, hubo sangre y un héroe caído en batalla que, por momentos, fue puesto casi a la altura de Prat. Para el hincha nacional, el "Cóndor" Rojas era una suerte de gladiador que había sido atacado arteramente en el Maracaná. Por eso salió furioso a tirar huevos frente a la embajada de Brasil. Si hasta el comandante Merino lanzó palos a la hoguera y calificó a Brasil de país primitivo. Por lo mismo, cuando Rojas reconoció su mentira, cuando dijo que él se había cortado con un bisturí, la confesión dolió más que un mazazo en la testa del fanático criollo.

Pero a ese niño, con dos traumas a cuestas, le faltaba lo peor. Lo castigaron en su propia casa, sin juegos, por varios años. A lo sumo, podía asomarse a la ventana a ver cómo los otros niños corrían tras la pelota. ¿Cómo sale de eso un púber? ¿Cómo salió el hincha chileno del castigo que le aplicó la FIFA y que impedía a su selección participar en las Eliminatorias? No había otro camino que reinventarse. Por eso, cuando volvió a la calle ya era otro, tenía una cabeza distinta, y si había que empeñar hasta a la abuela con tal de ver todo lo que no había visto en esos años, lo iba a hacer.




El fanático que caminó por las calles de Francia en 1998, el que le rindió pleitesía al Matador Salas y creyó, por un momento, que podía ser campeón del mundo (si lo prefieren: el niño que volvió a salir a la calle después del castigo de la Fifa), fue el prototipo sobre el que se construyó la versión contemporánea del hincha criollo.

Pero, ¿qué tiene en la cabeza este nuevo Yuraidini, la versión moderna de ese hincha que en los 70 alentaba, altavoz en mano, al público en los partidos de la selección?, ¿de qué está hecho el nuevo torcedor nacional?, ¿a qué adscribe? A manera de borrador, aquí algunas aproximaciones.

1. Es un todoterreno: da igual adonde haya que ir. ¿Francia?, ¿Sudáfrica?, ¿Argentina? Puede dormir en un hotel, en un camping, en la playa o en la calle. En el peor de los casos, puede hasta no dormir. Digamos que el hincha patrio es una especie que encarna, mejor que nadie, los principios de Darwin: adaptabilidad y sobrevivencia. Un Mundial en la Antártica, ¿cuál es el problema?

2. La tarjeta nuestra de cada día: su amor por la Roja se sostiene en un arsenal de tarjetas. No importa si son doradas o plateadas, lo sustantivo es el número. La redcompra, la de crédito, las de las multitiendas, las de los supermercados. El fanático moderno tiene un máster en gimnasia bancaria. Y a pesar de que tenga reventadas las líneas de sobregiro, siempre se las arreglará para seguir a la Selección hasta Tombuctú, si fuera preciso, comprando el billete aéreo a 192 cuotas en la casa comercial de turno.

3. El síndrome del pasto seco: entendiendo que el chileno atraviesa por su fase maníaca, habría que decir que el compatriota pelotero "prende" con cualquier cosa. De otro modo, no se explica que tras el triunfo sobre México la gente llegara hasta Plaza Italia con bombos y cornetas como si la Roja hubiera conseguido el título. Juan Villoro, el connotado cronista mexicano, decía a propósito de su país y de Escocia: "Se trata de países que nunca han tenido protagonismo internacional y quizá por ello han buscado el placer compensatorio de llenar estadios". El chileno obraría a través de una idea parecida: son tan pocos los títulos que ha podido celebrar que, para no resignarse a que la fiesta sea siempre ajena, festeja lo que venga. ¿Un córner para Chile? Métale bocinazo.

4. ¿Quién soy, dónde estoy? Hay un personaje mítico del Jappening con Já, el licenciado De la Mora. Bastaba un pequeño golpe en la cabeza para que De la Mora -interpretado por Fernando Alarcón- perdiera la noción de quién era. Pues bien, apenas hay un torneo en el horizonte, el hincha local pierde la noción de la realidad. Y poco le importa sacar una alita del crédito hipotecario para iniciar la aventura de seguir a la Roja. O dejar el trabajo. O postergar el matrimonio con su novia de toda la vida, porque ese día, ese día juega Chile. Todo se relativiza y él vuelve a ser el salvaje que corre libre por la selva, sin otra obligación que la celebración del gol.

Sin embargo, esta suerte de radiografía no podría estar completa si se omitiera el rasgo más importante del hincha local: su bipolaridad.

Es cierto que en los últimos años, Bielsa mediante, el "paciente" se ha mantenido en su etapa maníaca. Y más allá de la efervescencia propia generada por una selección que jugó como nunca había jugado, sus estados de ánimo no variaron en demasía. Pero este modelo de hincha que ha permanecido largo tiempo arriba de la pelota no ha sido, necesariamente, la tónica a lo largo de la historia.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el hincha nacional pasó del amor al odio con una facilidad exagerada. Un día despertaba sintiendo que su equipo podía convertirse en el campeón del mundo y, esa misma noche, se dormía pateando la perra, convencido de que el chileno, por genética, era malo para la pelota. La fase depresiva del hincha nacional es horrorosa. Y no sólo el pan con palta sabe mal cuando la Selección suma una derrota tras otra.

Con todo, lo que mueve al hincha chileno es una utopía. El sueño de un niño. El mismo por el que se desvivieron en un momento los argentinos, los brasileños y los uruguayos. Ganar algún día un título. Un pedazo de metal que les permita decir a todos: yo soy el mejor. Cuando llegue ese día, todos querrán estar ahí. Quién sabe si el próximo 24 de julio, el hincha chileno consigue graduarse de campeón.

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