sábado, 16 de julio de 2011

Yo fui Facundo Cabral

Fue mudo hasta los 9 años, analfabeto hasta los 14, enviudó trágicamente a los 40 y conoció a su padre a los 46. El más pagano de los predicadores cumple 72 años y repasa su vida desde la habitación de hotel que eligió como última morada. Extracto de revista Gatopardo, septiembre 2007.



Facundo Cabral cumplirá 72 años el próximo 22 de mayo.

—Sara, mi madre, me anotó cuando yo tenía siete u ocho años. Ella creía que yo había nacido en el 37 y hacia finales de mayo. Por eso cuando me preguntan de qué signo soy les digo que le vayan a consultar a mi vieja.

Año más, año menos, Facundo llegó a la tercera edad, "que es fenomenal si viviste la primera y la segunda". Son muchos los que no creían que podría llegar tan lejos.

—Hace poco estaba cruzando una plaza de Buenos Aires y una señora se quedó mirándome como si viera un fantasma —cuenta Facundo al otro lado del escritorio del cuarto del hotel de Buenos Aires en el que vive, las manos aferradas al bastón que necesita cada vez que se levanta—. Me dijo: ¿Usted fue Facundo Cabral? Yo pensé que hacía años que se había muerto. Qué jodido se lo ve.

Desde hace tiempo, Cabral sufre diversas enfermedades, entre ellas un cáncer que los médicos le diagnosticaron como terminal, pero del que terminó salvándose luego de cuatro años de tratamiento en Estados Unidos.

—Pero no hablemos de mi salud —pide, la inconfundible voz de erres guturales aún intacta—. Aunque me esté cayendo yo hago un esfuerzo extraordinario por que me vean bien. ¿Usted me ha visto llorar, Angélica?

Angélica es la mujer chilena que hace años limpia el cuarto de hotel donde vive Facundo y no, nunca lo ha visto llorar. Tampoco lo debe haber visto mucho en absoluto, porque Facundo sigue viajando casi tanto como cuando era joven. La diferencia ahora es que tiene a donde volver. Aprovechando la oferta de unos amigos, compró hace un tiempo la habitación 509 del Suipacha Suites, un coqueto hotel del centro de Buenos Aires. Es la única propiedad que declara tener sobre la Tierra:

—Me va llegando la hora, y la idea es terminar mis días como los viví: en un hotel y entre libros.

miércoles, 13 de julio de 2011

La última visita a Ernesto Sabato/Revista Soho/Margarita García Robayo


A la casa de don Ernesto se llega en tren. Se toma en Retiro, en el centro de Buenos Aires, y se viaja en dirección al oeste: son siete estaciones hasta Santos Lugares, así se llama donde vive. El tren, como casi todos los trenes de la ciudad, está sucio y destartalado. Por las ventanillas del vagón entra una luz brillante que hace que todo lo que hay adentro se vea más feo de lo que es, y es bastante; es así la luz de invierno, perversa como una lupa. Es de mañana. La señora a mi lado huele a desodorante que se hizo grumo en el sobaco; el niñito sobre sus piernas huele a aliento de mate y torta frita. Cuando se baja la señora la reemplaza una señorita que se peinó con laca. Cuando se baja la señorita la reemplaza un viejo que desayunó ginebra: “¿A dónde vas, piba?” —los ojos del viejo, desteñidos por los años, no consiguen plantarse en ningún lado—. “A la casa de don Ernesto Sábato”. El viejo asiente y al rato dice: “¿Vive?”.
Don Ernesto vive, pero no parece. Así como pasa con los muertos, casi todo el mundo tiene historias que contar sobre él. Historias que, en general, se cuentan en pasado. Historias que, en general, no son amables. Se dice que fue hosco, antipático, infiel, vanidoso como una casta damisela apetecida; se dice que se peleó con Dios, que se reconcilió en el año 90 para casarse por la Iglesia con —su ya esposa— Matilde Kusminsky, y que después se volvió a pelear; y que sufrió tanto de crisis existenciales como de envidia. Se dice que amaba a su perro, que odiaba a Borges, que odiaba a todos, que todos lo odiaban; que empezó a derrumbarse en el año 95, cuando se murió su hijo Jorge Federico en un accidente de carro, y terminó de derrumbarse en el año 98, cuando se murió Matilde de arteriosclerosis. Se dice tanto más de lo que se sabe, aunque también se sabe.
Se sabe que está encerrado, que casi no ve, que no lee ni escribe, que apenas habla, que apenas se para, que se dedica a pintar, que se alimenta de cosas blandas y aplastadas, que se despierta antes de las ocho, que hace la siesta y se acuesta a las nueve, que lo cuidan dos enfermeras. Se sabe que las enfermeras le leen fragmentos de sus libros, en especial de Sobre héroes y tumbas, el preferido de don Ernesto. Que es brillante, melancólico, pesimista, signo cáncer y que su ánimo fluctúa: eso también se sabe; y que dos veces por semana recibe a un doctor. A veces lo visita Elvira —su secretaria o su novia, no se sabe bien—, o Daniel, su asistente, o Mario, el hijo que le queda. A don Ernesto, dice un sobrino que sabe, no le gusta que le barran el patio: “caminar sobre el colchón de las hojas secas, sentirlas crujir bajo los pies, eso le gusta”.

2.
Un señor caballero de la literatura argentina, cuyo nombre prometí no revelar, me contó una historia sobre don Ernesto. Es una historia tan vieja que todos los que participan en ella, salvo su protagonista, ya murieron. Ocurrió así:
En la residencia Sábato se celebraba una cena. Se comía y se bebía más bien mal, pero la conversación era fabulosa. Se hablaba de libros, música, películas, personalidades de la política y la cultura, y de ciudades lejanas que, para los presentes, resultaban también tan familiares. No había por qué tener pudores en llamar a algún presidente por su nombre de pila, o en decir cosas como que París es tanto mejor en octubre, cuando ya no hay turistas pululando por las veredas, arrastrando a sus críos bulliciosos. La conversación abarcaba un mapa muy extenso: no es secreto para nadie que las personas muy cultas son también mundanas y esplendorosamente venenosas y que les gusta dispersarse en cuánto tópico les cae del techo: critican con igual fruición las publicaciones y matrimonios recientes de los colegas que no están; y todo con la gracia propia de los diálogos entre pares ilustrados, famosos y ligeramente ebrios. Cuenta el narrador oral de esta historia que, en medio de la encantadora velada, a la señora de la casa, doña Matilde, le dio un ataque repentino de picor de garganta: intercalaba el ejercicio nada silencioso de rascársela con una sonrisa forzada que habría amedrentado al mismísimo Guasón. Nadie entendía qué le pasaba, hasta que se levantó súbitamente del lado de su marido y plantó un susurro en cada una de las orejas que habitaban el comedor: “Por favor, hablen de Ernesto”. Y, como un efecto dominó, se vio dar vuelta a las caras que en el futuro estamparían los libros escolares de literatura argentina, en dirección a la cabecera de la mesa: lugar que ocupaba el escritor notable, ensayista excelso, físico culposo, comunista retirado, pintor mediocre, dueño de casa y comensal mudo, don Ernesto. El resto de la noche se trató de él.

3.
La casa de don Ernesto queda en la calle Langeri, a una cuadra de la vía; es blanca y amarilla, estilo republicano, aunque desde afuera casi no se ve. Una reja verde la separa de la vereda y después hay una selva pequeña que sirve de antejardín. El timbre no funciona, el buzón de correo está vacío. Un telón blanco cuelga entre dos postes y cruza la calle —en los barrios de Buenos Aires he visto muchos de esos, suelen decir cosas como: “Los momentos más esperados se construyen paso a paso: ¡Feliz 15, Sole!”—. El de la calle Langeri, me dirán después, también lo colgaron para un cumpleaños, el número 99 de don Ernesto, el 24 de junio. Y dice: “Don Ernesto Sábato, gracias por su aporte a la cultura y su defensa a los derechos humanos. Gente de bien al servicio de la gente”. Lo firma el Grupo Gaspar Campos.
Ese día, además del telón, le dieron un premio: el José Hernández. “Reconocer a Sábato es poner en valor lo mejor de nosotros”, dijo el gobernador Daniel Scioli en el auditorio Astor Piazzolla de la casa de la Provincia de Buenos Aires. El premio lo recibió su hijo Mario; en el público estaba Estela de Carlotto, titular de las Abuelas de la Plaza de Mayo; la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, cercana a la familia; monseñor Justo Laguna, un ex obispo culto; un par de actores conocidos y ningún escritor.
Para este cumpleaños los diarios no le dedicaron tanto espacio como solían. Quizá porque se lo están guardando para el año próximo, el del siglo, o quizá porque la fecha se les ha hinchado de efemérides; antes, el cumpleaños de don Ernesto solo compartía cartelera con la muerte de Gardel. Ahora se le sumaron otros cumpleaños: el de Lionel Messi (23) y el de Román Riquelme (32), dos grandes del fútbol, dos héroes vigentes.
—¿Por qué no atenderán el timbre? —le pregunto a la cajera de la pizzería que queda al lado de la casa de don Ernesto.
—Ahí nunca atienden.
—¿Ah, no?
La cajera alza los hombros:
—Eso dicen.
Frente a la casa de don Ernesto hay un paredón limpio, salvo por un grafiti que parece reciente: “El Quijote”, dice. El paredón termina y se hace edificio, es el Club Atlético Defensores de Santos Lugares y el jardín de infantes Leoncito y la Biblioteca Popular Ernesto Sábato. Todo junto. La Biblioteca abre a las cinco de la tarde, me dice el portero —que se presenta como uno de los más antiguos—, y que no va mucha gente.
—Es el invierno —se disculpa. Don Ernesto tampoco va a su biblioteca, porque don Ernesto ya no va a ninguna parte; pero cuando sí iba, tampoco solía frecuentar ese club:
—No era un tipo deportivo —dice el portero.
—¿Nunca vino?—Alguna vez.
—¿Lo conoció?
—Y sí, pero para mí era un socio más. Lo que pasa es que la gente lo miraba con…
—¿Con qué?
—No sé, con respeto.
Frunce el ceño. El que sí iba con frecuencia era su hijo Mario, pero ya no.
—…creció, se mudó lejos —dice el portero.
Mario es director de cine. En marzo de este año estrenó el documental Ernesto Sábato, mi padre, en el que muestra escenas familiares filmadas desde 1962 hasta el 2007. El día del cumpleaños proyectó la película en el Club Defensores de Santos Lugares, para que la viera la gente del barrio. En una escena de la película, don Ernesto dice de sí mismo: “Me considero una persona ni muy buena ni muy mala. Una persona en el fondo solitaria, propensa a las depresiones más profundas. No soy una persona muy recomendable”. En una entrevista en la televisión, Mario dijo que a su papá solo le mostró la primera parte, que es un poco más feliz, para que no se emocionara mucho, para que no se pusiera mal. Porque don Ernesto está deprimido, eso también se dice.
Marta, sesenta y tantos, pelo canoso, lentes de marco rojo, se muestra casi escandalizada:
—No, no, yo nunca le hablé, ¿cómo le voy a hablar a ese señor? —está sentada afuera, en el pretil del club, y la rodean seis niñitas que asisten a las actividades de vacaciones del jardín Leoncito. Marta dice que don Ernesto no se daba mucho con la gente. Que doña Matilde más o menos, pero que después se enfermó y la pasó tan mal que ya no volvió a salir de esa casa sino en una camilla, tiesa de dolor.
Según algunos vecinos —José, Tomás, Enilce—, a don Ernesto se lo vio por última vez en el año 2005. Coincide con la versión de su hijo Mario: “Hace unos cinco años que el médico le prohibió salir”.
—Yo lo vi por última vez con su perro. Salía a pasearlo a la tarde y tomaba sol —dice José, cuarenta y tantos; la panza se le derrama por encima del cinturón.
—¿Leyeron sus libros?
No leyeron. Enilce dice que leyó El Túnel, pero como si no.
—¿Por qué “como si no” ?
—Porque fue hace mucho y me lo olvidé.
En octubre del 2005 don Ernesto presidió una mesa de jurados del Primer Certamen de Novela de la Fundación Aerolíneas Argentinas - Editorial Siglo XXI. Este dato sorprende, teniendo en cuenta que la ceguera progresiva se la detectaron por allá en los setenta.
—La entrega del premio fue en el Centro Cultural Borges, él estaba acompañado por una mujer que lo sostenía del brazo. Cuando llegó el momento de las fotos, nos juntaron a los dos ganadores y a él, que me preguntó: “¿Y ahora qué pasa”. Yo le dije: “Están sacándonos fotos”. Y él preguntó: “¿Y por qué"?. No supe qué decirle, se lo veía muy perdido, como si no tuviese noción real de tiempo y espacio. Le contesté: “Porque somos lindos”. Fue lo primero que se me ocurrió —dice Pablo Alí, el escritor que ganó el segundo premio.
Allí, en el edificio que lleva el nombre del que algunos —él mismo— consideran su más temible adversario, don Ernesto debió hacer su última aparición pública. Pasaron casi cincuenta años desde que Borges pronunció aquella sentencia subrepticia que, según los detractores de don Ernesto, lo situó en el lugar que le corresponde en la literatura argentina. Corría el año 1961 y salía Sobre héroes y tumbas con una faja marketinera que decía: “Sábato, el rival de Borges”. Una periodista le preguntó a Borges qué pensaba de esa frase y Borges, con su voz graciosamente afectada, sus modos aristócratas, su cinismo disfrazado de inocencia largó: “Qué curioso, a mí jamás se me habría ocurrido decir: Borges, el rival de Sábato”.
En octubre de 2005, don Ernesto fue invitado, también, a la inauguración de la Plaza Arturo Illia de Santos Lugares, que había sido remodelada. Se hizo un pequeño acto liderado por el intendente, pero Sábato no fue. En el año 2008 su casa fue asaltada por dos adolescentes enmascarados. Según los diarios, estuvieron media hora adentro, robaron 4300 pesos y nunca lo vieron.

4.
Esta historia de don Ernesto es, quizá, más vieja que la de la cena. La fuente es otro escritor que, por supuesto, pide confidencialidad. Ocurrió a finales de los cincuenta. Don Ernesto ya había recibido piropos de Graham Green y Albert Camus, y estaba catalogado como el gran cultor de la novela psicológica contemporánea —aunque por la misma época fue que Bioy Casares escribió: “Es curioso el caso de Sábato: ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa”—. De cualquier forma, don Ernesto era famoso y alquilaba un bulo con su —también famoso— amigo Leopoldo Torre Nilsson, director de cine que ya murió. Torre Nilsson solía llevar al departamento a su amante de entonces —quien después sería la mujer de su vida—, la escritora Beatriz Guido. Se habían conocido en casa de don Ernesto, que sirvió de celestino al comienzo de la relación. Cuentan que los amigos se alternaban el bulo, que Ernesto iba a la mañana, no se sabía con quién; y que Leopoldo y Beatriz iban a la tarde y solían encontrar el departamento hecho un desastre. Todo tirado por el piso, como si un huracán de libido hubiese pasado por ahí. La pareja tenía tanta curiosidad que planeó una emboscada. Revisaron el departamento antes de que llegara Ernesto, para asegurarse de que todo estuviera ordenado y prístino. Salieron del edificio, se apostaron en el bar de enfrente y vigilaron la entrada. Esto, dice la leyenda, fue lo que vieron: don Ernesto entró solo al edificio y al poco rato volvió a salir igual de solo. Leopoldo y Beatriz vigilaron la entrada un rato más, esperando descubrir a la amante encubierta, pero nunca salió. Decidieron subir hasta el departamento, sospechando que la susodicha estaría aún allí, reposando la faena; cuando abrieron la puerta se encontraron con el desastre habitual y el departamento vacío. Don Ernesto, dicen que se dijeron, vivía romances tórridos consigo mismo.

5.
Violeta tiene diecisiete años y una panza enorme y puntiaguda. Cecilia tiene veintitrés y un par de dientes menos. Envueltas en lanas, se pasan las horas en una esquina de la calle Langeri, tomando mate y vendiendo fiambre. Ahora no venden, es mediodía, están cerradas. ¿Saben que en esa calle vive una especie de genio prócer olvidado? Sí. ¿Saben que escribió libros notables y que ahora vive como una planta? Más o menos. Nunca lo vieron. Nunca lo leyeron. ¿Vieron salir alguna vez a alguien de esa casa? A una chica, sí, Silvina, dicen que se llama. Y que es la mucama, o les parece. Y que es linda. Enfrente, en la papelería SV, una dependienta muy modosa dice que no, que nunca vio a don Ernesto. ¿Lo leyó? Algo. ¿Qué leyó? No recuerda.
En la esquina contraria, cerca de las vías, cuatro muchachitos, chaquetas abullonadas, gorritos de invierno, pasan el rato, patean piedras.
—¿Quién
—Ernesto Sábato, ¿lo conocen? Vive ahí —señalo la casa.
—Ah, sí, el escritor —dice Maxi, y da una pitada.
—¿Lo vieron alguna vez?
Nunca lo vieron. ¿Lo leyeron? Sí. ¿Qué leyeron? El Túnel. ¿En el colegio? Sí.
—¿Les gustó?
Juan dice sí; la mano de Maxi dice más o menos; Jorge alza los hombros; el otro, Ari, se mira los tenis, se saca uno y mueve los dedos envueltos en una media gastada:
—Pensé que estaba muerto.
Pasa el tren.
Al lado de don Ernesto vive un señor elegante: lleva un sobretodo negro, sombrero, bigotes recortados, las canas bien planchadas. Y está molesto:
—Vive como un anciano, ¿cómo va a vivir si no? Acá vienen periodistas a preguntar cada cosa y yo digo ¿por qué no lo dejan tranquilo? ¿Ya no hizo suficiente? ¿Ya no dijo todo lo que podía decir? —señala el telón blanco que cruza la calle—. Qué más quieren que diga, si casi ni puede hablar… Ni con Videla hacen eso, a ese lo dejan tranquilito, pero a Ernesto vienen a atormentarlo, a él y a su familia. No es lindo eso, no es nada lindo.
Niega con la cabeza, camina hasta un auto negro, nuevo y lustroso. Le saca la alarma.
—Pero, señor —insisto—, ¿se conocían bien? ¿Eran amigos?
El hombre me mira condescendiente:
—¿Amigos? Es Ernesto Sábato, señorita... —hace un amago por explicarme su respuesta, pero se ve que se arrepiente y se sube al carro.
Son casi las tres, desde la vereda del club la casa de don Ernesto se ve fantasmagórica. Un par de plátanos (un árbol de Buenos Aires que no sirve para hacer patacones) engalanan la entrada. Están pelados. En uno de los troncos hay una inscripción: “Julio”, y debajo un nombre que debió borrarse con el tiempo o que nunca terminaron de escribir. “Sofía”, parece ser: le falta la o y la í, se adivina la f. Entre los dos plátanos hay un Ford Escort, color azul, viejo y sucio.
Don Ernesto llegó a esa casa en 1945, año en el que decidió dejar su carrera científica y dedicarse a escribir. El dueño era un señor Federico Valle, y se la alquiló con él adentro: vivía en el sótano. Don Ernesto se mudó con su hijo mayor y Matilde, preñada del segundo —Mario, que nació ese mismo año—. Al cabo de un tiempo compró la casa y allí se quedaron: “De aquí me sacan en cajón, porque Santos Lugares es mi patria chica”, dijo en su cumpleaños número ochenta, en un homenaje que le hicieron los vecinos de hace veinte años. Esa casa vio nacer a Juan Pablo Castel y María Iribarne, los protagonistas de su mayor éxito; pero también vio salir a su esposa, tapada con una sábana hasta la cabeza. Poco antes de morir, Matilde publicó un par de libros: uno de cuentos —El conjuro— y uno de poemas —Cenizas y plegarias—: Quién de los dos /quedará en el vacío de las sombras, / sin el latente custodio de su cuerpo. / Quién sufrirá la alejada presencia / llenando el vacío de los cuartos —dice la estrofa final de un poema del libro, que está dedicado a Ernesto. Y queda él, ahora se sabe, pero no parece.
—Yo creo que no se muere porque todavía está esperando lo que sabemos —me dice José, el vecino panzón.
—¿Qué es lo que sabemos?—Bueh —pone cara de obviedad—, el Nobel, lo que todos los grandes han esperado pero no les llega. Yo creo que allá en Suecia no nos quieren a los argentinos.
Más tarde, Lila, estudiante de Letras, vecina de Santos Lugares, se sentará a mi lado en el tren de regreso y me dará su teoría:
—Yo creo que la amargura y las drogas duras te transforman en una persona longeva. Mirá Ciorán. Mirá los Rolling Stones, que tienen como noventa años y parecen de veinticinco.
Todavía más tarde, Antonio, estudiante de Historia, aspirante a escritor, borgeano visceral, me dirá:
—Todos sabemos que se murió; alguien tiene que ir y avisarle.
Pero ahora sigo en la calle Langeri. Y toco el timbre. Y nadie sale. Me asomo a la reja: en medio de la selvita alguien sembró el esqueleto de una sombrilla. Vuelvo a tocar. Nadie. No se oye el zumbido de una mosca.

martes, 12 de julio de 2011

Hablando de amor / por Juan Pablo Bertazza / en Radar-Página 12


Tess Gallagher, poeta y narradora, fue esposa de Raymond Carver y la mujer que lo ayudó a dejar la bebida. Con una veintena de reconocidos poemarios publicados, comenzó su carrera como narradora alentada por su esposo. Estos cuentos de realismo minimalista que indagan en los resquicios del amor –salvo el que le da título al libro, un relato extraordinario que roza lo fantástico–, por un lado funcionan como un satélite natural de la obra de Carver y por otro lado hablan del talento y la versatilidad de su autora.





Cuando la fuerza arrolladora de la literatura se une a la muerte temprana y aparece la sed de leer, suele recurrirse a todos los satélites de un escritor: boletas de lavandería, diarios íntimos, correspondencias y bosquejos de libros nunca terminados. Sin lugar a dudas, Raymond Carver fue uno de los mejores cuentistas de la segunda mitad del siglo XX, pero su talento transgrede cualquier noción de género: más allá de que en sólo dos libros mostró también un talento poético innegable, con el tiempo su propuesta, su estilo y esa preocupación por personajes marginales que muy poca importancia habían tenido en otros escritores, tomaron por asalto la escena literaria, aun en lo que respecta a un asunto relativamente reciente en los debates literarios: las relaciones peligrosas entre un escritor y un editor, algo que salió a la luz hace unos años cuando se detectó que Gordon Lish había participado más de la cuenta en la poda de sus relatos, y que se instaló con la publicación de Principiantes, la versión de los cuentos tal como los había escrito Carver antes del filtro minimalista de su editor. Satélites que tienen un interés periodístico innegable pero que, al mismo tiempo, contribuyen también a saciar esa sed por seguir leyendo a los que ya no pueden seguir escribiendo.
La publicación en español de El amante de los caballos (1987), primer libro de relatos de su última esposa, Tess Gallagher, la mujer que consiguió que dejara la bebida, tiene un valor similar. Gallagher goza del suficiente mérito como para ser leída en forma autónoma, es decir, desligada de la sombra enorme de su marido. Laureada con diversas y prestigiosas becas universitarias, no caben dudas de que su trayectoria poética con una veintena de libros publicados y reconocidos, es mucho más importante e innovadora que la de su marido. Sin embargo, hay un dato fundamental que se confirma apenas uno se enfrenta a estos relatos: fue precisamente Raymond Carver quien alentó a Tess a publicar y escribir sus relatos, y no sería para nada raro, teniendo en cuenta la atmósfera y el estilo de los mismos, que también Carver haya hecho su aporte a estas historias como Gordon Lish hizo con las suyas.
“El amante de los caballos”, relato que da título al volumen, es la joya de un libro con un nivel muy parejo, muy alto; y por otro lado, es tal vez el relato que menos influencia tiene de Carver: con un tema que seguramente influyó en la novela escrita por Nicholas Evans en 1995 y que, tres años después, fuera llevada exitosamente al cine por Robert Redford con aquella actuación iniciática de Scarlett Johansson, se centra en un grupo familiar, cuyos integrantes, en determinado momento de la vida, desarrollan una especie de don tan absurdo como inexplicable: el abuelo comunicándose con los caballos –y enamorándose de uno de ellos a tal punto de abandonar a su familia–, el padre con los juegos de cartas –aun a punto de perderlo todo– y la hija –la narradora– que se niega a hablar en voz alta hasta los once años, como si “mi cabeza fuese un almacén de secretos que sólo podían comunicarse de manera privada”. Este relato que tiene un pie en el género fantástico y un vuelo poético notable es el más distintivo del libro. Pero es, en realidad, en los restantes cuentos de El amante de los caballos donde puede notarse la clara influencia de Carver, a tal punto que, por momentos, nos da la sensación de que estamos ante un relato perdido de Catedral o De qué hablamos cuando hablamos de amor. Mudanzas frecuentes y reveladoras, palabras que quieren decir otra cosa, inesperados vasos de whisky, la irrupción de terceros y algunas extrañas asociaciones –cuando una de las protagonistas ve a una mujer de ojos grandes y negros y piel blanca, piensa en la palabra “alabastro”– son algunos de los temas recurrentes.



Con un realismo minimalista, y una habilidad de enfocar grandes problemas en pequeños detalles, la mayoría de estos relatos, al igual que sucedía con los cuentos de Carver, indagan y se asoman en las grietas del amor, los resquicios entre la supuesta seguridad de las relaciones de pareja. Así, en el brillante “Aguarrás”, la llegada de una vendedora de Avon termina desnudando las carencias de una pareja totalmente anquilosada en su concepción de la comunicación y la felicidad. En “Indefensos”, otra pareja aparentemente fuerte y sólida, empieza a resquebrajarse y a hundirse como el Titanic en su primer día de viajes con la aparición de una ex, y las dudas que en su actual mujer le genera una frase de un libro de filosofía: “No mentir significa no sólo negarnos a ocultar nuestras intenciones, sino también exponerlas con sinceridad y honradez. Esto no es fácil y no se consigue sin pagar un precio”. Pero el relato que mejor representa el humus contaminado del amor, suciedad que se vislumbra a partir de un hecho supuestamente insignificante es, sin lugar a dudas, “Beneficiarios”, en el que una pareja feliz se termina rompiendo por los beneficiarios que deciden declarar para sus respectivas herencias. Es extraño pero los relatos de Tess Gallagher tienen un valor doble: por un lado funcionan como otro satélite natural de la obra del gran Raymond Carver, por otro lado hablan de su propio talento y versatilidad. Nada raro si tenemos en cuenta, por ejemplo, sus mutuas dedicatorias y, sobre todo, “Amar”, uno de los poemas que él le escribió a ella: “Desde la ventana la veo inclinada junto a las rosas/ las arranca,/ hace una pausa y arranca otra, más sola en el mundo de lo que pudiera imaginar./ Y le digo entonces enfrentándome a lo que se acerca: mi mujer. Lo diré/ mientras pueda, mientras respire, con cada pétalo/ de la rosa”.

domingo, 10 de julio de 2011

Anatomía del hincha chileno / Por Marcelo Simonetti



Es un hombre grande. Cuando menos 40 ó 45 años. Y, sin embargo, sentado en la banca de una plaza de San Juan, llora. Llora como un niño. No ha fallecido su padre ni ha sorprendido a su mujer en los brazos de otro. Tampoco le han quebrado una pierna ni se ha quemado la cara. Sin pudor alguno, confiesa que le han robado la camiseta que Jean Beausejour, el seleccionado nacional, le regaló. Por eso llora.

Vista la escena y empujado a hacer un análisis casi instantáneo, uno podría convenir dos cosas: o que el hincha patrio es un sentimental o, como diría mi abuela (una machista furibunda), es niñita.

Quizá lo más juicioso sería decir que ni lo uno ni lo otro y que, como ocurre en esos casos de personalidad compleja, detrás de ese hombre que llora la pérdida de la camiseta de su ídolo, detrás del hincha chileno, en definitiva, hay una historia larga que incluye fracasos estrepitosos, traiciones, engaños y desengaños, al margen de una que otra felicidad esporádica.

Si lo que dice el escritor español Javier Marías es cierto, eso de que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia, podemos plantear que el fanático, el hombre corazón de pelota, es un niño que cada siete días se saca el disfraz de adulto para volver a ser el que siempre ha sido. Y en ese plan habría que apuntar que hay niños más felices que otros y, también, niños con más traumas que otros.

Llevado al diván, el hincha chileno debería confesar más de un trauma de infancia.

El primero de ellos tiene una fecha más o menos precisa: junio de 1982. En esos días, el hincha nacional gozaba de una ingenuidad única. Y así como en el país hacían nata los predicadores que cautivaban a las masas (recuerde nada más a Yiye Avila o a Yamilé), en el fútbol había uno que de haber querido vendernos la Luna y Marte en cómodas cuotas mensuales lo hubiera hecho. Ese era Luis Santibáñez, el seleccionador nacional, quien nos convenció de que el equipo chileno era el mejor de América y, por extensión, uno de los mejores del mundo. Chile fue a España y regresó humillado. El rey del área chica desperdició un penal en el debut. Al superhombre que teníamos en el arco, mitad humano, mitad gato, los alemanes le hicieron cuatro goles. El hincha chileno había vivido engañado. La Roja perdió todos los partidos.

El segundo trauma comienza en septiembre de 1989 y es más profundo. Hubo una bengala, hubo sangre y un héroe caído en batalla que, por momentos, fue puesto casi a la altura de Prat. Para el hincha nacional, el "Cóndor" Rojas era una suerte de gladiador que había sido atacado arteramente en el Maracaná. Por eso salió furioso a tirar huevos frente a la embajada de Brasil. Si hasta el comandante Merino lanzó palos a la hoguera y calificó a Brasil de país primitivo. Por lo mismo, cuando Rojas reconoció su mentira, cuando dijo que él se había cortado con un bisturí, la confesión dolió más que un mazazo en la testa del fanático criollo.

Pero a ese niño, con dos traumas a cuestas, le faltaba lo peor. Lo castigaron en su propia casa, sin juegos, por varios años. A lo sumo, podía asomarse a la ventana a ver cómo los otros niños corrían tras la pelota. ¿Cómo sale de eso un púber? ¿Cómo salió el hincha chileno del castigo que le aplicó la FIFA y que impedía a su selección participar en las Eliminatorias? No había otro camino que reinventarse. Por eso, cuando volvió a la calle ya era otro, tenía una cabeza distinta, y si había que empeñar hasta a la abuela con tal de ver todo lo que no había visto en esos años, lo iba a hacer.




El fanático que caminó por las calles de Francia en 1998, el que le rindió pleitesía al Matador Salas y creyó, por un momento, que podía ser campeón del mundo (si lo prefieren: el niño que volvió a salir a la calle después del castigo de la Fifa), fue el prototipo sobre el que se construyó la versión contemporánea del hincha criollo.

Pero, ¿qué tiene en la cabeza este nuevo Yuraidini, la versión moderna de ese hincha que en los 70 alentaba, altavoz en mano, al público en los partidos de la selección?, ¿de qué está hecho el nuevo torcedor nacional?, ¿a qué adscribe? A manera de borrador, aquí algunas aproximaciones.

1. Es un todoterreno: da igual adonde haya que ir. ¿Francia?, ¿Sudáfrica?, ¿Argentina? Puede dormir en un hotel, en un camping, en la playa o en la calle. En el peor de los casos, puede hasta no dormir. Digamos que el hincha patrio es una especie que encarna, mejor que nadie, los principios de Darwin: adaptabilidad y sobrevivencia. Un Mundial en la Antártica, ¿cuál es el problema?

2. La tarjeta nuestra de cada día: su amor por la Roja se sostiene en un arsenal de tarjetas. No importa si son doradas o plateadas, lo sustantivo es el número. La redcompra, la de crédito, las de las multitiendas, las de los supermercados. El fanático moderno tiene un máster en gimnasia bancaria. Y a pesar de que tenga reventadas las líneas de sobregiro, siempre se las arreglará para seguir a la Selección hasta Tombuctú, si fuera preciso, comprando el billete aéreo a 192 cuotas en la casa comercial de turno.

3. El síndrome del pasto seco: entendiendo que el chileno atraviesa por su fase maníaca, habría que decir que el compatriota pelotero "prende" con cualquier cosa. De otro modo, no se explica que tras el triunfo sobre México la gente llegara hasta Plaza Italia con bombos y cornetas como si la Roja hubiera conseguido el título. Juan Villoro, el connotado cronista mexicano, decía a propósito de su país y de Escocia: "Se trata de países que nunca han tenido protagonismo internacional y quizá por ello han buscado el placer compensatorio de llenar estadios". El chileno obraría a través de una idea parecida: son tan pocos los títulos que ha podido celebrar que, para no resignarse a que la fiesta sea siempre ajena, festeja lo que venga. ¿Un córner para Chile? Métale bocinazo.

4. ¿Quién soy, dónde estoy? Hay un personaje mítico del Jappening con Já, el licenciado De la Mora. Bastaba un pequeño golpe en la cabeza para que De la Mora -interpretado por Fernando Alarcón- perdiera la noción de quién era. Pues bien, apenas hay un torneo en el horizonte, el hincha local pierde la noción de la realidad. Y poco le importa sacar una alita del crédito hipotecario para iniciar la aventura de seguir a la Roja. O dejar el trabajo. O postergar el matrimonio con su novia de toda la vida, porque ese día, ese día juega Chile. Todo se relativiza y él vuelve a ser el salvaje que corre libre por la selva, sin otra obligación que la celebración del gol.

Sin embargo, esta suerte de radiografía no podría estar completa si se omitiera el rasgo más importante del hincha local: su bipolaridad.

Es cierto que en los últimos años, Bielsa mediante, el "paciente" se ha mantenido en su etapa maníaca. Y más allá de la efervescencia propia generada por una selección que jugó como nunca había jugado, sus estados de ánimo no variaron en demasía. Pero este modelo de hincha que ha permanecido largo tiempo arriba de la pelota no ha sido, necesariamente, la tónica a lo largo de la historia.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el hincha nacional pasó del amor al odio con una facilidad exagerada. Un día despertaba sintiendo que su equipo podía convertirse en el campeón del mundo y, esa misma noche, se dormía pateando la perra, convencido de que el chileno, por genética, era malo para la pelota. La fase depresiva del hincha nacional es horrorosa. Y no sólo el pan con palta sabe mal cuando la Selección suma una derrota tras otra.

Con todo, lo que mueve al hincha chileno es una utopía. El sueño de un niño. El mismo por el que se desvivieron en un momento los argentinos, los brasileños y los uruguayos. Ganar algún día un título. Un pedazo de metal que les permita decir a todos: yo soy el mejor. Cuando llegue ese día, todos querrán estar ahí. Quién sabe si el próximo 24 de julio, el hincha chileno consigue graduarse de campeón.

sábado, 9 de julio de 2011

La nueva novela de María José Viera-Gallo / Por Patricio Jara


Una mujer mete una ficha en la cabina donde hay una gitana de cera con una bola de vidrio en sus manos. Tiene cinco segundos para preguntar algo. Entonces, la bola resplandece, cambia de colores y, en vez de la respuesta, la máquina dice: "Lo siento, no pude escuchar su pregunta". La mujer, que había preguntado en español, debe hacerlo en inglés.

La escena ocurre en las primeras páginas de Memory motel, la segunda novela de María José Viera-Gallo (1971) y marca la pauta para una historia donde el paso del tiempo y la ruptura de la linealidad son fundamentales. Es un relato que se hace cargo de la cuenta que debe pagar Agata Bravo una vez que su matrimonio con Igor Martínez no va más. Ella es traductora español-inglés; él, artista plástico. Ambos son chilenos, recién han pasado los 30 y habitan un modesto departamento en el barrio de Williamsburg, en Brooklyn, Nueva York. Pero de pronto él (un hombrecillo, un pililo) se ha marchado y ella se queda sola con la obligación de convertirse en adulta. Vive en un sitio donde no quiere vivir y pareciera que los ratones y la mugre han comenzado a establecer una civilización paralela. Aunque Agata sabe que no basta con el aseo ni el ornato para salir a flote.

Hasta allí, parte del combustible con el que despega esta novela. El otro está en el empeño en contar una ciudad a través de la respiración (a veces agitada, a ratos imperceptible) de la protagonista.

Lejos de la literatura de agencia de viajes, Memory motel narra Nueva York desde una perspectiva más interesante que la familiarización impostada con el entorno. A pesar de los guiños variados, los cameos y las referencias a la cultura pop, no es una novela pop (no es blanda, no es colorida); y si bien transcurre en EEUU, tampoco es ni quiere ser una novela norteamericana. Aunque si para alguien definitivamente llega a serlo, será más bien por la textura de sus contornos.

"Es la familiaridad del inmigrante transitorio que lleva ocho años en Nueva York, que no es un recién llegado, pero tampoco alguien completamente arraigado", comenta la autora radicada en Valparaíso. "La ciudad te permite transitar por un período largo sin compromisos. Da igual si hablas inglés o si tienes amigos gringos. Puedes sobrevivir muy bien solo sin nunca americanizarte".

Con todo, Memory motel es una novela sobre la destrucción, sobre el óxido en las vigas maestras de una relación que no funcionó. De modo que a Agata le corresponde hacer el inventario de esa lavadora destartalada en que se transforma todo matrimonio legalmente muerto y sepultado.


El punto de contención de este derrumbe es el excéntrico Trevor, una suerte de náufrago urbano a quien la protagonista le cobra 300 dólares semanales por el derecho a instalar su carpa en el techo de su departamento. Trevor, que hace 20 años no sabe de su padre, acompañará a Agata en su nuevo proceso, donde, además, asoma una pequeña galería de personajes entrañables, como Layla, la casera puertorriqueña que tiene bigotes, y Rebecca, una vecina que de pronto se pregunta por qué los hombres tienen que ser tan femeninos, emocionales y necesitados de protección.

Memory motel es de esas novelas de las que si alguien olvidara los detalles de su argumento, de todos modos sería capaz de mantener su reverberación, ya sea por la arquitectura de su paisaje, su temperatura, color o bien porque los personajes están hechos con los tres elementos fundamentales que exige toda novela vital: acciones, recuerdos e ideas. No extraña, entonces, que sorprenda al lector con latigazos como éste: "Al igual que esa gente que fantasea con asistir a su propio funeral, yo no quería perderme la escena más importante de mi matrimonio: el final".


En sintonía con Verano robado, su novela anterior, del 2006, María José Viera-Gallo trabaja con personajes para quienes los estados de ánimo no sólo se grafican en entornos derruidos, también en su aspecto físico. Así como Livia Spector apagaba los cigarrillos en un sartén, Agata lleva días durmiendo vestida.

"Me gusta romper la idea del perfeccionismo femenino estándar en mucha ficción. Las mujeres reales tienen las uñas rotas, sin pintar, se emborrachan deprimidas, dejan de ducharse", explica la novelista. "Me interesa explorar la experiencia del dolor desde lo físico; cómo puede descomponer el alma, pero también el cuerpo de una persona, dejando erosiones visibles. Creo que literariamente decir 'estaba triste' es mucho más débil que mostrar las cosas que deja de hacer el personaje por esa tristeza".

María José Viera-Gallo ha trazado la ruta de una mujer con dos opciones: caminar sobre sus propias ruinas, curándose del pasado, o dejar que, literalmente, se la coman los ratones.

miércoles, 6 de julio de 2011

Aurora Venturini, la juventud eterna / Por Josefina Licitra





La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, es una ciudad de casas bajas, veredas anchas, árboles robustos. Pájaros.

—Nena, ¿vos conocías La Plata ya?

—Nací acá.

En una calle común –una calle inmersa en una eterna siesta- hay una casa también común.

—¿Y qué apellido tenés, nena?

—Licitra.

Primero se ve una puerta pequeña, luego un pasillo, finalmente otra puerta.

—¡Licitra! Yo me acuerdo de Ducezio Licitra, ¿era tu abuelo? Él era profesor de italiano en la escuela Normal donde trabajé yo y tu abuela era Maite, ¿no? Ella fue mi compañera y yo era muy amiga de su madre, que era la directora de la escuela.

Detrás de la segunda puerta hay un departamento de tamaño moderado con espacio para un baño, una cocina, un patio, un dormitorio y este living.

—¿Y tu abuela cómo está? –se toca la sien- ¿Está bien de la cabeza? ¿Y de físico?

—Está bien, tiene que cuidarse con la comida pero...

—Ah, está gorda entonces.

El living tiene paredes de un verde limón muy claro, y sobre las paredes hay fotos de Eva Perón, algún ángel de cerámica, una imagen de Jesús, un afiche de la película El Pibe, una foto de Borges con su madre, y diplomas enmarcados.

—Yo peso 50 kilos nada más. Siempre fui de poco comer. Siempre fui muy desganada. No tomo vino. Ahora para las fiestas apenas un poco de champán. Pero siempre pesé igual. Sólo comía para tener presión, mirá lo bien que estoy.

El cuerpo de Aurora Venturini es una rama. Una rama donde cuelgan, prolijamente, los colores y las cosas: un tailleur de lino gris, unos aretes dorados, un prendedor también dorado, un rouge marrón con brillo tornasol. Arriba, como una pequeña copa de árbol, el cabello castaño –levemente rojizo- se curva quietamente sobre el rostro óseo, pequeño, maquillado.

—¿Vos comés? Sos flaquita vos. Es lindo ser flaquito. ¿Querés comer algo? Tengo un arrolladito comprado porque yo no sé cocinar, nunca me salió, nunca me interesó. Siempre fui una inútil, por eso me separé dos veces. Cada matrimonio fue una guerra. Pero yo no acuso a los hombres. Me acuso a mí. No se puede vivir conmigo.

—¿Qué es lo difícil?

—Que lo único que me importa es escribir. Ese es el comienzo, el transcurso y el fin de mi vida. Es lo único que he tenido.

Aurora calla y mira a los ojos. Se la ve serena y afilada como un escalpelo que descansa sobre la mesa limpia de un quirófano. Al alcance de su mano –nudosa- hay una computadora portátil. La usa sólo para mandar mails; el resto de las cosas las escribe a máquina. Porque Aurora Venturini –hay que aclararlo- escribe. No es lo único que ha hecho -también fue docente, psicóloga, traductora de italiano y francés, jinete de salto en el Club Hípico de La Plata, y amiga íntima de Eva Perón- pero la escritura es, de todas, la actividad más acabada, silenciosa y vital que Aurora llevó a cabo en estas décadas. A lo largo de sesenta y cinco años publicó más de treinta libros –poesía, narrativa, ensayo, crítica e investigación- de cuya existencia poca gente estaba al tanto. Pero a ella no le importó. Nunca escribió, dice, pensando en la mirada de los otros.

—Yo siempre me pagué mis ediciones porque no me gustaba ir a pedirle nada a nadie. Y después gané muchos premios, pero locales. De la provincia, del municipio, después tengo uno en Verona porque escribí sobre Verona... Pero eran premios que no retumbaban afuera. Hasta que en Página/12 me premiaron y ahí sí.

Aurora –su voz rasposa, lijada: vieja- sonríe.

—Ahí todos se dieron cuenta de quién soy yo.


La prima


Aurora Venturini, de ochenta y nueve años, recién se hizo célebre a los ochenta y seis. En ese entonces, había enviado un manuscrito al Premio de Nueva Novela organizado por el diario matutino Página/12 y su texto provocó estupor, ganó y se convirtió en un libro: Las primas.

Y en Las primas pueden leerse cosas como ésta:

“Betina sufre un mal anímico. Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.

Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.

Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo”.

Cuando leyeron esto –por no hablar del resto del libro- los miembros del jurado –entre otros, los escritores Guillermo Saccomano, Juan Sasturain, Alan Pauls, Rodrigo Fresán y Juan Forn- se dejaron llevar por la frescura y la fiereza y creyeron que se trataba de un joven talento. Pero abrieron el sobre con la identificación del ganador, y era Aurora: una octogenaria con un curriculum tan largo como su propio olvido. Días después, Liliana Viola, periodista de Página/12, llamó a Aurora para avisarle que tenía altas posibilidades de ganar el concurso.

–¿Aurora Venturini? –dijo.

–Sí, señorita.

–¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?

–Sí, señorita, me presenté con Las primas.

–¿Sabe que está entre las 10 finalistas?

–No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo.

Con esa última frase, Aurora estaba haciendo un guiño a Gustave Flaubert, a quien se le atribuye falsamente una frase similar -“Madame Bovary soy yo”- que se habría usado para defender la entidad de una obra que en su época fue altamente cuestionada. Al igual que Madame Bovary, Las primas también es un libro incómodo para su época: en tiempos de corrección política, Aurora se despachó con un relato ácido y falsamente candoroso sobre una familia donde abundan los mundos hostiles, los deformes, los silencios terribles y la gente con retrasos cognitivos.

—Estos personajes son figuras recurrentes no sólo en Las primas sino en buena parte de sus libros, incluido Nosotros, los Caserta, que acaba de salir. ¿Por qué?

—Porque en mi familia hay unos cuántos. Eso pasa cuando en una familia se casan entre primos para defender alguna herencia, un apellido, esas cosas de antes. Y claro, la sangre repetida si no es pura y sana siempre va a traer esas dificultades. Pero es gente buena. Es otro plano, digo yo. Gente buena.

—¿Ellos no se molestan con sus dichos?

—Cuando vieron el libro dijeron “somos nosotros”. Pero yo les dije que no eran. Y al final dijeron “bueno, total no importa”. Mucho no se dieron cuenta, creo.

—La protagonista, Yuna, tiene un problema de dislalia…

—Yo no. Sólo tengo problemas con la habilidad manual.

—Pero digo: Yuna tiene problemas para pasar de la palabra abstracta a la palabra hablada. La pregunta es si usted nunca tuvo…

—¿Autismo decís?

—No, no digo autismo. Me refiero al problema de Yuna: piensa una cosa pero después dice otra.

—Ah, sí, pero eso nunca me pasó. Ese problema es de una prima mía. Pero tampoco se enteró.

—¿Tiene hermanos?

—Hay dos chicas. Dos muchachas. Hay una que no sé si vive. La otra la veo de cuando en cuando.

—No tiene trato con ellas.

—No. Estoy desapegada, digamos. Yo quiero estar en mis cosas. Si no, no podría haber escrito tanto.

—¿Qué es para usted la familia, entonces?

—Un inconveniente. Salvando la familia, podés hacer lo que quieras. Pero no te estoy aconsejando, ¿eh?

Aurora nació en La Plata. Su padre tenía seis caballos, era jugador, dilapidó su dinero en el hipódromo y un día se fue de la casa. Su madre era docente y era –a ojos de Aurora- una pobre mujer sola. En el medio de todo eso, Aurora creció como pudo, estudió como pudo, se hizo peronista –también como pudo-, y con esa última elección logró lo que ningún amor había logrado: que su padre regresara. El hombre –antiperonista- retornó a la casa sólo para echar a Aurora del hogar. Luego de echarla, él volvió a irse y en algún momento murió –Aurora no sabe cuándo- y años después su madre también murió –y Aurora no la lloró.

—La única que me visita es una prima. No quiero que venga nadie más. Me desordenan todo. Siempre que viene mi prima me pregunta cómo hago para meter tantas palabras a través del cablecito de la computadora.

Aurora mira la mesa. Sólo están la máquina y sus manos: el hueso de sus manos.

—¿Y usted qué le dice?

—Que no sé. Que nadie sabe.


Suerte


Desde que ganó el premio de Página/12, Aurora obtuvo varios otros premios –entro ellos el “Otras voces, Otros ámbitos” de El Corte Inglés de España-; recibió infinitos elogios del escritor Antonio Vila Matas –quien publicó una reseña de Las primas en el diario El País-; fue traducida al francés y al italiano; fue llevada al Teatro Nacional Cervantes –donde se adaptó su libro a una obra de teatro llamada “Las primas o la voz de Yuna”; devino columnista de Página/12; y su nuevo título –que en realidad es la reedición de uno viejo, llamado Nosotros, los Caserta- acaba de ser publicado por Random House.

—Ahora me reconocen, me hacen notas, me publican en editoriales grandes, ahora soy bárbara.

—¿Por qué antes era ninguneada?

—Porque yo era peronista. Tenía lindas cosas escritas, pero nadie me daba bola.

Aurora conoció a Eva Perón cuando armó su Fundación en La Plata. Para ese entonces –fines de la década de 1940- Juan Domingo Perón había llegado a la ciudad y un grupo de universitarios -Aurora entre ellos- había ido a recibirlo. El encantamiento fue instantáneo: Aurora, de familia radical, se sintió peronista para siempre. Consiguió un puesto en el área de Minoridad del gobierno bonaerense –Aurora era licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación- y luego le pidió al gobernador –con cuya mujer tenía trato- que le presentara a Eva Perón, pues quería trabajar con ella. Tiempo después, Aurora estaba trabajando en la Fundación.

—Nos hicimos muy amigas con Evita. Era muy buena persona, muy bella, un cutis perfecto, un encanto. Me acuerdo lo contenta que se ponía tu bisabuela cuando yo iba a ver a Evita. Tu bisabuela tenía un tapado de tigre, ¿no se lo conociste? Qué chiquita era tu bisabuela. Era –Aurora baja la mano- una cosa así tu bisabuela, no sé cómo tu abuela nació tan alta. Tu bisabuela siempre me preguntaba por Evita.

—¿Y usted qué le contaba?

—Que era una mujer buena. Yo no sé por qué la criticaban tanto, nadie hizo por los pobres lo que hizo Evita Perón. Yo la quise mucho. Me acuerdo de los últimos días de la señora. Muy sola estaba. Ya no servía. Así somos. Yo me acostaba al lado de ella y la ayudaba a pasar el tiempo contándole chistes. ¡Cómo le gustaban los cuentos! “Contame el del burrito” me decía. “Contame el del judío”. Cómo le gustaba el del judío.

Aurora cuenta el chiste del judío. También el del burrito.

—Ves que no son cuentos pornográficos. Había algunos un poco zarpados nomás, pero a ella la divertían. Estaba tan enferma… Si no me pedía chistes, me pedía que le hablara de Heráclito. Yo le decía: “El tiempo es una entidad metafísica y no corre: el tiempo está tenso. En cambio nosotros y las cosas nos vamos”. “Ay Aurora –me decía Eva– cómo me gustaría ser heracliana para no irme tan pronto”.

—¿Cómo se relacionaba Eva Perón con la idea de su muerte?

—Ella sabía lo que tenía. Pero no se resignaba. Cuando el doctor le dijo lo del cáncer ella le pegó un carterazo tremendo. “¿Yo voy a tener cáncer? No tengo tiempo” gritó. Ella se murió demasiado pronto. Como Néstor Kirchner. Algunos se mueren pronto y otros muy tarde. Mirá a Perón: se volvió un viejo chocho, se casó con la enana y lo manejaban todos. Mejor que se hubiera muerto el día que bombardearon la plaza.

Cuando llegó el golpe militar de 1955 –que destituyó a Perón de la presidencia y se anunció con un bombardeo sobre la Plaza de Mayo- Aurora se exilió en París, donde vivió entre la crema de la intelectualidad existencialista. Allá tomó clases con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, estudió psicología en el Instituto de París, compartió noches de juerga con Albert Camus y Juliet Gréco y bebió tanto pernod que años después se volvió abstemia. “Simone era una señora. Me acuerdo que tenía un amante norteamericano y que Jean Paul lo sabía. Él se quiso casar con ella y ella le dijo que no. Aunque pienso que lo quería. Una vez me dijo: ‘Jean Paul se conforma con una hoja y un lápiz, no me necesita a mí’. Y era verdad. Yo también soy así. Lo único que quiero son las letras” dijo Aurora hace cuatro años, en su primera entrevista con Página/12. Pero ahora sólo dice esto:

—En París me quedó una amiga, Juliet Gréco, aunque no sé si murió. ¿Murió Juliet Gréco?

—No sé.

Aurora estira la mano –el nudo de sus dedos- y toma un pastillero de tres pisos. De un compartimento saca una pastilla rosa –fluorescente- y se la apoya en la lengua. Luego busca el agua, traga, respira hondo.

—Sí, sí: murió Juliet Gréco. Igual si estuviera viva no puedo ir a verla. Desde hace seis años que no viajo. No puedo viajar con todas estas pastillas, a ver si en la aduana dicen que son drogas, y además viajar para qué. Ya viajé mucho. Ahora me cuesta subir escaleras, tengo miedo a las escaleras mecánicas, y todos mis amigos están muertos.

—¿Y usted qué piensa de eso?

Aurora mira: algo –un silencio- se raja en sus ojos.

—Se fue otra, qué suerte: yo todavía estoy. Eso es lo que pienso.

domingo, 3 de julio de 2011

LA ESTRATEGIA DE VIRGINIA (Babelia / Diario El País / España)


No se conformaron con su realidad y quisieron escribir para enriquecerla. No lo tuvieron fácil y quisieron escribir para denunciarlo. Escribieron buena ficción y escribieron bien sobre cómo escribirla. Cuatro años antes de su manifiesto de la mujer escritora, Una habitación propia, Virginia Woolf (1882-1941) sacaba a la luz El lector común (1925), colección de artículos sobre literatura y escritura que coincidió en las librerías con la que publicó Edith Wharton (1862-1937), Escribir ficción, que devino una lúcida teoría de la novela que podría leerse a la luz de su contrapunto masculino Aspectos de la novela(1927), de E. M. Forster, y de On Writing (1978), el tratado narratológico que, ya en su senectud, publicó Eudora Welty (1909-2001), protegida de la autora de relatos Katherine Anne Porter (1890-1980) y compañera de generación de las sureñas Carson McCullers (1917- 1967) y Flannery O'Connor (1925-1964), hermanas de prosa de Faulkner y persuadidas Virginias de ultramar; una contribución ineludible a la poética de la ficción en el periodo de entreguerras de la Vanguardia, el cine (en blanco y) negro, los Bugatti y el charlestón, y sugestivo complemento a la hora de encarar la lectura de La edad de la inocencia (1920), novela con la que Wharton, suerte de Isadora Duncan de la literatura, glamurosa y cosmopolita, ganó el Pulitzer después de haber deslumbrado ya con Estío (1917), reeditado ahora por Impedimenta, la historia de Charity Royal, mujer entre la rebeldía y el fatalismo que no parece personaje de ficción, sino una nueva Virginia (o una Edith Wharton de papel), que trabaja en una biblioteca y se diría que utiliza las letras como armas de liberación. No existe duda de que así las manejó Anaïs Nin en sus Diarios, más de 35.000 páginas de impudor, perturbación y revolucionaria intimidad convertidas en literatura visceral -"soy una artista Quiero superar Los niños terribles de Cocteau. Quiero superar El bosque de la noche de Djuna Barnes"- entre veranos con el apolíneo Lawrence Durrell e infiernos con el dionisiaco Henry Miller.

En la línea de aquel artículo imprescindible de la Woolf acerca de la ficción de vanguardia, 'La narrativa moderna', recogido en El lector común,Wharton habla de técnica, de Proust y de "nuevos novelistas" que ya no se conforman con "contar la realidad con pelos y señales" como los realistas, y abona el terreno para que mujer y narrativa no remitan ya más en el diccionario a la voz 'bohemia' para tratar de profesionalizar un oficio que no era tal sino una huida hacia delante para Zeldas, Rhyses o Djunas, cargando de razones a otras Virginias de ultramar que también quisieron dar fe de su lucha silenciosa por alcanzar cierta naturalidad en su circunstancia de mujer y artista. El impresionante Diario (1927) de Katherine Mansfield (1888-1923), prologado por Virginia Woolf y reseñado en su día en The New Yorkerpor Dorothy Parker (1893-1967), la papisa neoyorquina del Algonquin Hotel y la era del jazz, es uno de estos testimonios pioneros de primera magnitud, como lo fueron ya sus primeros cuentos, reunidos en En una pensión alemana (1911), que Espuela de Plata ha reeditado este año, y también lo son 'El sueño que florece (Notas sobre la escritura)', en torno a la intimidad y el subconsciente en el proceso creativo, y los demás artículos que componen 'El mudo' y otros textos de Carson McCullers, la autora de El corazón es un cazador solitario, compañera de Katherine Anne Porter y de la inmensa Flannery O'Connor en Yaddo, mítica colonia de escritores de Saratoga Springs y, como ellas y Eudora Welty, estudiante de másters y talleres de escritura creativa, nueva prueba irrefutable de la ineludible voluntad de la mujer de tratar de profesionalizar su escritura en un entorno hostil.
Jean Rhys (1890-1978), la autora del clásico El ancho mar de los Sargazos (1966), la protegida de Ford Madox Ford que fue adicta al alcohol y a la desafección, y vedette de vodevil, contribuyó a la lenta y tortuosa consolidación del estatuto de la mujer escritora con su autobiografía póstuma, Una sonrisa, por favor (1979) -"tengo que escribir. Si dejo de escribir mi vida será un rotundo fracaso", confiesa-, pero sobre todo con sus ficciones, entre las que no ocupan un lugar menor sus nouvelles, recogidas ahora por Lumen en Una vida sin ti. A su ejemplo se suman, desplegados a lo largo del siglo XX, el de Karen Blixen tratando de reinventarse en Isak Dinesen a través de la ficción narrativa (Alfaguara acaba de publicar sus Cuentos reunidos); el de Willa Cather (1873-1947), la autora de Mi Antonia (1918), ese soberbio texto pionero de la autoficción y la memoria inventada, de la que Nórdica acaba de editar El caso de Paul, reinstaurando el lenguaje cotidiano en la prosa de ficción y escribiendo asimismo, en On Writing (1949), acerca de la travesía del desierto de la mujer narradora, como ya había hecho Gertrude Stein (1874-1946), autora de la jugosa, tramposa y perversa Autobiografía de Alice B. Toklas (1933), y benefactora de Hemingway y Picasso, en How to Write (1931), y como hará Eudora Welty más tarde en la citada On Writing; el de Natalia Ginzburg, confesando de forma tácita en Las pequeñas virtudes que la tierra prometida de la mujer escritora estaba aún lejos, o el de Nadine Gordimer deshaciendo la madeja de su condición de mujer y de escritora en las conferencias Charles Eliot Norton publicadas enEscribir y ser.
Evas de tinta y en muchos sentidos hijas de Virginia Woolf en su condición de escritoras de prosa de ficción que también reivindican su habitación propia, que luchan por su oficio y reflexionan sobre él, que escriben a la vez que problematizan la escritura escribiendo acerca de ella desde la perspectiva de la mujer, en fin, que sembraron la simiente que luego permitió que la obra de Marguerite Duras, Patricia Highsmith, Muriel Spark (1918-2006), de la que acaba de traducirse Las señoritas de escasos medios (1963) -¡precisamente una fábula acerca de las mujeres que luchan por abrirse camino en la vida!-, o Carmen Martín Gaite floreciera con una aparente normalidad, y que narradoras contemporáneas como Alice Munro, Toni Morrison o Margaret Atwood escriban ficción recordando a la vuelta de cada párrafo lo que esta última denominó la maldición de Eva en un artículo célebre recogido en el volumen homónimo que Lumen publicó en 2006, y que no es más que la enésima vuelta de tuerca a aquella frase de la Woolf en Una habitación propia, "os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia", y es que todavía, como escribió allí Atwood, "en esta sociedad es más difícil ser mujer escritora que hombre escritor". Todas las narradoras que conviven en esta página, mientras posan para un retrato de Modigliani, Jawlenski, Hopper o Tamara de Lempicka, subrayarían la frase con sus plumas de trazo grueso y su mejor pulso; confiemos en que todas las que las sucedan la tachen por obsoleta.
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